Reforma del Estado inconclusa

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Por: José Murat

Uno de los puntos pendientes en la agenda de reformas que demanda la nación es concluir la reforma del Estado. Un sistema presidencialista sin mayoría sólida del partido gobernante en las cámaras del Congreso, el gobierno que sea, con frecuencia desemboca en parálisis, en equilibrios estáticos que restan dinamismo a la toma de decisiones, en perjuicio no de un partido político, sino de la nación misma.

Es la combinación de parálisis parlamentaria con ineficacia del Poder Ejecutivo, el punto muerto de un equilibrio de poderes degenerado en anulación recíproca de los mismos, que vivió el país durante el último gobierno priísta del siglo XX y sobre todo en las dos administraciones panistas, emanadas de una transición frustrada o, más puntualmente, una transición fallida, a la luz de sus paupérrimos resultados.

Fue el tránsito de un presidencialismo autoritario, con amplias facultades constitucionales y no menores atribuciones metaconstitucionales –el modelo vertical que dibujaba elocuentemente don Daniel Cosío Villegas en su obra El sistema político mexicano y que diseccionó con precisión Jorge Carpizo en El presidencialismo mexicano– a un presidencialismo nominal, acotado, estridente por momentos, pero igual impotente, que no pudo impulsar las reformas que México demandaba.

No fue extraño por tanto que los tres partidos con mayor presencia política y parlamentaria coincidieran en revisar en el Pacto por México, suscrito en el 2012, la ingeniería constitucional del país en muchos aspectos, comenzando por la normatividad que rige la división de poderes. Las cuentas de los pasados 15 años no eran mínimamente presentables y mucho tenía que ver con ese saldo deficitario la relación disfuncional de los poderes.

Ahora bien, es preciso reconocer que aun cuando la reforma político electoral de 2014, considerada en la lista de 95 compromisos de ese instrumento de concertación, ofrece la oportunidad al presidente de la República de la próxima administración de crear un gobierno de coalición, esta figura no es suficiente para dar funcionalidad y eficacia al Poder Ejecutivo.

La reforma política que modificó de manera orgánica nuestro sistema político, al reformar, adicionar y derogar 31 artículos de nuestra Constitución Política, incluyó esta potestad del titular del Poder Ejecutivo para apoyarse en las fuerzas parlamentarias y conformar un gabinete plural, pretendidamente más eficiente y profesional, ya que deberá ser ratificado por el Congreso de la Unión.

En el mismo año también se reformaron los artículos 116 y 122 de la Constitución Política, para permitir los gobiernos de coalición, con el mismo espíritu     de la reforma para la Federación, en los estados de la República y en el Distrito Federal.

Concretamente se facultó a los gobernadores de las entidades y al jefe de Gobierno del Distrito Federal optar en cualquier momento por un gobierno de coalición con uno o varios de los partidos políticos representados en las legislaturas de los estados o en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF).

También autoriza a esas legislaturas y a la ALDF ratificar los nombramientos que los gobernadores de coalición hagan de los funcionarios que la integrarán, como prescribe la Constitución reformada para el caso del gobierno federal.

Los gobiernos de coalición son una modalidad de presidencialismo parlamentarizado, en la tipología del politólogo Dieter Nohlen (en su obra ¿Cómo   estudiar ciencia política?), no una figura propiamente parlamentaria, como son un primer ministro, el voto de censura o la capacidad de disolver el parlamento, que considera el sistema clásico, el inglés.

Finalmente se trata de una facultad discrecional de quien emerja triunfador de las elecciones presidenciales de 2018, en caso de que estime conveniente abrir las dependencias y entidades de la administración pública a partidos distintos al que milita, una modalidad que en los hechos ya han ej   ercido gobiernos federales y estatales, si bien ahora la cobertura sería mayor.

A esta reforma, benigna en sí misma, pues busca mayor legitimidad y apoyo del gobierno con sectores no afines partidista e ideológicamente, tienen que seguir otras para reforzar la gobernabilidad y afianzar su carácter democrático.

No deben desdeñarse otras herramientas de gobernabilidad como, aun sin gobierno de coalición, la ratificación del gabinete presidencial por el Congreso, no sólo de algunas dependencias, como ocurre ahora en el Senado, como son los casos del procurador general de la República, embajadores, funcionarios de Hacienda y algunos titulares de órganos autónomos.

Tampoco deben dejarse fuera del análisis opciones como elevar la llamada cláusula de gobernabilidad en la integración de las cámaras, sobre todo la de diputados, para favorecer la formación de mayorías, trátese del partido del que se trate, finalmente una decisión soberana de quienes acuden a las urnas, no de quienes aspiran a recibir la representación, el mandato.

En el mismo sentido, debe revisarse con seriedad y responsabilidad la iniciativa de pasar de 200 a 100 diputados el número de legisladores que acceden por el principio de representación proporcional, un recurso indispensable en el pasado para abrir el sistema político. Ese es justamente el espíritu de la reforma electoral de 1977, en la que tuve la oportunidad de participar favoreciendo puentes de interlocución del gobierno con la izquierda, los partidos Comunista de México y Socialista de los Trabajadores, para permitir el arribo de fuerzas minoritarias a la representación nacional.

Actualmente muchas fuerzas políticas, y aun quienes no tienen el apoyo formal de un partido, los candidatos independientes o ciudadanos, pueden tener acceso a la Cámara de Diputados en elecciones de mayoría disputadas en los 300 distritos electorales. Reducir el número de legisladores plurinominales daría mayor fuerza al partido de mayoría, el que fuere, el que decidieran los ciudadanos, en este rostro plural del México del siglo XXI.

El principio de división de poderes (artículos 49 y 116 constitucionales) no debe ser un impedimento para la eficacia del Estado, sino un instrumento para el equilibrio, la corresponsabilidad y la funcionalidad en la toma de decisiones tanto del Poder Ejecutivo como de los demás poderes constituidos. La reforma del Estado tiene mucho camino por recorrer aún en México.( Artículo retomado de la Jornada)

 

* Ex gobernador de Oaxaca

 

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